El Liceo de Barcelona se ha quemado varias veces

El Liceo se ha quemado. La Opera de Barcelona ha ardido. Con él, se ha ido en humo una parte considerable de la historia artística, política y social de la capital de Cataluña, así como inestimables documentos y algunos tesoros pictóricos, como los frescos del siglo XIX que adornaban sus paredes. Se han salvado los cuadros de los pintores de principios de siglo, los Casas, los Nonell, etc... representando a las bellezas más deseadas de la Barcelona de su tiempo, «propiedad privada», se dice, de los respetables caballeros miembros del privadísimo Círculo.

No es el primer incendio que padece el Liceo, pero el de ayer lunes, siniestro mayor, trágico día para las Ramblas, tal vez sea definitivo si no pone fin a la dura polémica sobre su reforma y ampliación y si no da lugar a un nuevo Liceo, que ya no podrá ser comparado a la Scala de Milán.


Ya faltarán para siempre los maravillosos frescos realistas del XIX: Marti Alsina, Rigalt i Caba, el lujoso Saló del Descans. Los palcos a donde todo el que cuenta en la ciudad acudía, no sólo por melómano, sino porque era el lugar en donde había que dejarse ver si uno quería ser algo o alguien.
El Teatro del Liceo fue fundado, paradójicamente, no por catalanes sino por oficiales de la Milicia Nacional en 1837, aprovechando un solar producido por la quema de conventos de 1835: allí estaba el de la Trinidad...

En su época dorada -la edad de Oro de Barcelona, la de Sardá y el Eixample, la de Gaudí y el Modernismo- el Liceo fue corazón y escenario de una de las más encarnizadas batallas intelectuales de la ciudad; aquella en la que se opusieron, a veces a garrotazo limpio, wagnerianos y antiwagnerianos. Polémica que dividió a familias, ocasionó separaciones matrimoniales, enfrentó a padres con hijos, rompió amistades que tenían que ser «eternas». ¡Y el Carnaval del Círculo! La Barcelona burguesa y libertina lo vivió como su gran fiesta anual. Los «senyors Esteve» enriquecidos con el textil y la revolución industrial buscaban allí la aventura fácil mientras sus esposas les plantificaban espléndidas cornamentas. El Viudo Rius se consolaba como podía y la Ben Plantada de Xenius d»Ors hacía estragos. Françesc Pujols revolucionaba la platea imponiendo el smoking blanco para las noches de gala.

Franco prohibió el Carnaval y el Círculo obedeció. Su resurrección con la democracia nunca llegó al esplendor del pasado, sobre el cual quedan maravillosos dibujos picantes y eróticos del genial Opisso.
Era una burguesía brillante, alegre y despreocupada, demasiado para el gusto del anarquista «incontrolado» Santiago Salvador, que el 7 de noviembre de 1893 aprovechó el estreno del Guillermo Tell de Rossini para tirar desde la quinta galería a butacas un par de bombas «Orsini» que causaron catorce muertos y dejaron decenas de heridos. La segunda bomba puede aún ser contemplada en el Museo de Historia de la ciudad. Cayó sobre el cuerpo sin vida de una dama y no explotó.
A Santiago Salvador lo cogieron en Aragón y cuando el verdugo le daba a la tuerca del garrote vil, entonó a pleno pulmón un himno a la libertad: melómano hasta la muerte.
La ciudad, todas sus clases sociales, viven el Liceo y sus divas y divos como cosa propia. Los triunfos y los caprichos de la Caballé, sus favoritismos y sus vetos, Carreras o Plácido, y las noches tumultuosas de Pavarotti con la platea cuajada de damas luminosas de joyas, como árboles de Navidad...

La ciudad sintió ayer lunes que su corazón músico quedaba en cenizas y lloró.

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