Prince y su pelo de estropajo

Durante toda su vida, Prince lo ha tenido todo absolutamente claro. Cuando a los 19 años una compañía discográfica decidió hacerle caso y editar el primer disco de este mestizo enano, escuchimizado, de pelo estropajoso y un increíble éxito con todo tipo de mujeres, se cumplió el primero de una serie de deseos aparentemente imposibles que Prince siempre ha impuesto como si fueran lo más normal del mundo. En ese primer contrato discográfico, el chaval de Minneapolis exigía que le dejaran absoluta libertad artística, y además que le permitieran tocar todos los instrumentos, producir el disco e incluir las letras que a él se le ocurrieran. Y es que la necesidad de hacer casi siempre lo que a él se le pasara por la cabeza ha sido la gran obsesión de este artista precoz que a los siete años se decidió a seguir los pasos de su padre -pianista de un grupo que se llamaba «Prince Rogers Trío», de ahí viene el nombre del niño- y se negaba a ir al colegio para componer tranquilamente en casa, mientras su madre estaba fuera. Su capacidad para grabar discos, innovar dentro de diversos estilos y no parar de experimentar en su estudio de grabación le han convertido en una especie de máquina insaciable, capaz de grabar un disco doble por año y de, además, regalar canciones a amigas, novias, discípulos y conocidos.


Durante varios años su estilo, esos ritmos funkies, de guitarras afiladas, salpicados de grititos histéricos se convirtieron en guía de músicos y paradigma de la nueva música de los noventa. Discos como Parade o Around the world in a day eran piezas indispensables. De todas formas, conocer la historia de Prince o algún rasgo de su personalidad resulta casi imposible. Las obras del geniecillo de la electrónica musical se encargan de hablar por él y son sus representantes, los delegados terrenales, los que, de vez en cuando, explican lo que pasa por la enorme cabeza de un hombre que ha concedido tres entrevistas a lo largo de toda su carrera. Uno de los más próximos colaboradores comentaba durante la última visita a España del artista, que Prince sólo se interesa por su música y sus chicas; que el resto son asuntos secundarios para los que tiene gente contratada. Según lo que nos llega de él por artistas que le han conocido de cerca o colaboradores más o menos directos, parece que es cierto. Cuando Madonna intentó grabar a medias un disco con la otra gran estrella de su discográfica aseguran que salió de Pasley Park casi corriendo.

Con el tiempo declararía la rubia de goma que Prince era un obseso, que jamás paraba de trabajar y que colaborar con él era imposible: «podía pasarse treinta horas ininterrumpidas en el estudio, sin salir ni siquiera para hacer pis». Esa capacidad para el trabajo, que según algunas lenguas no tiene nada que envidiarle a sus habilidades con otra de sus grandes aficiones, las mujeres, es la que le ha convertido en una especie de pozo sin fondo del que todo el mundo -especialmente si es del sexo femenino, de pelo moreno y con unas medidas parecidas a las suyas- ha sacado provecho, con el consentimiento del propio Prince, al que, a cambio de temas que hace en dos patadas, sus protegidas le rinden reconocimiento eterno. Martika, a la que le regaló la canción Martika's kitchen, que da título a su último LP, comentaba inocentemente lo sorprendida que estaba de que el genio hubiera tardado sólo un día en hacerle la canción. «Hablamos por teléfono, le mandé una maqueta con algunas canciones y una carta y a los dos días tenía en casa una cinta con la canción que me había hecho. En un momento, sacó a la luz cosas que ni yo misma me hubiera planteado». Efectivamente, uno de los grandes secretos de Prince es el de reflejar en sus canciones sentimientos generales que parecen, para el resto de los mortales, hechos a medida. Perversiones ocultas, reacciones oscuras que, al final, podrían encontrarse en la conciencia común del ochenta por ciento de sus acólitos, que piensan que Prince escribe sólo para ellos.

La que no acabó de pasar por el aro fue una de las artistas que más se ha beneficiado del genio creativo de Prince, Sinead O'Connor. El Nothing compares to you que Prince compuso para su grupo «The Family» y que nunca llegó a interpretar en solitario fue el que hizo de Sinead una estrella de éxito; pero cuando el autor la llamó a su estudio para hablar con ella y, se supone, recibir algunas palabras de agradecimiento, la irlandesa le salió con una de sus típicas espantadas y tiene el honor de que en Pasley Park esté prácticamente prohibido pronunciar su nombre. Aunque ahora, después de la gira que le lleva por todo el mundo, Prince se vaya a tomar un respiro y se decida a sacar su primer disco de grandes éxitos -un compact triple en el que incluye tres temas nuevos e interpreta por primera vez Nothing compares to U, además de dedicarse a trabajar más de cerca como vicepresidente de Warner, lo cierto es que la fama de trabajador imparable y profesional por encima de cualquier otra cosa no es un espejismo de marketing. Aunque eso sí, tiene algunas excentricidades que ayudan a verle como un ser más humano, que, aunque no duerma, tiene algún que otro capricho. El color púrpura, el melocotón y el negro son tres fijaciones que a lo largo de su carrera le han llevado a extremos como el de pedir en las entradas de un recital que los espectadores fueran vestidos de negro o «como mucho con algún detalle color melocotón» o exigir que las toallas que usara en el hotel y en el «backstage» del concierto fueran de ese tono. Pero ahí no queda la cosa, entre sus peticiones habituales cuando sale de gira están un piano, un juego de pesas y una lista de locales a los que pueda ir después del recital. Tres deseos que ayudan a entender la rutina diaria del artista; un hombre que necesita en cualquier sitio donde se encuentre la presencia de un piano -las musas están en el aire- y de unas pesas para fortalecer ese minúsculo cuerpo que para algunos resulta el más sexy de todo el panorama del rock.

Y es que en el fondo, leyendo detenidamente las letras de este músico independiente y perfeccionista, que desde los 16 años vive por su cuenta y, viendo algunas de sus películas como Purple Rain o Grafitti Bridge, da la impresión de que Prince se ríe del mito que se ha creado en torno a él y de todo lo que se supone que por obligación debe rodear a un músico de sus características. La decisión de cambiar el nombre por ese símbolo que radie sabe pronunciar, ese deseo de provocar constantemente vistiéndose de «Barbie Superstar» y siendo en el renglón siguiente el más macho del lugar, su deseo por mantener eternamente el misterio sobre su forma de pensar, esa fortaleza c ue se ha construido cerca de su ciudad ratal... convierten al artista, para algunos el gran genio de los 80, demasiado joven para ser intocable y excesivamente bueno como para que nadie se arriesgue a atacarle frontalmente. Aunque haga casi un lustro que se niega a lanzar productos equiparables a lo que hizo antes del 84, y a pesar de que ahora diga que lo tiene todo hecho y que no va a componer jamás ningún tema, su aportación a la música de este fin de siglo está clara y es imposible resistirse a pensar que la genialidad de esos primeros pasos no va a volverse a repetir. Treinta y cinco años son pocos para recluirse en el cementerio de elefantes de los que continuamente repiten la misma canción.

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