El regreso de Ben Johnson

El deporte rey se erigirá, en 1991, en el rey de los deportes gracias, especialmente, a un hombre joven y negro (Ben Johnson), una vieja nación recién nacida y rubia (Alemania) y un mestizo fantasma intemporal (el doping). Será el año de las dudas. Las que inspire Johnson, las que ofrezca la nueva Alemania, las que nos merezca el resultado de la campaña contra las drogas. Tres dudas, una trinidad pagana, englobadas en una sola y metódica que mantendrá en vilo al atletismo durante los dos próximos años. Pero antes de 1992, esa fecha sacralizada, comparece 1991 en los calendarios. Y entre sus hojas nos encontramos dos Campeonatos del Mundo: en sala (Sevilla, marzo) y al aire libre (Tokio, agosto).

Regurgitado por las tinieblas, Johnson retornará a las pistas. Nadie sabe en qué condición. Ningún entrenador ni médico del mundo podría precisar cuántas centésimas le hicieron ganar al canadiense los anabolizantes ni, por lo tanto, cuántas le van a hacer perder su ausencia. Johnson está manifestando continuamente que se encuentra «mejor que nunca». Desconfiemos. Después de dos años de forzosa oxidación, el tono competitivo se resiente inevitablemente, aunque, en su caso, se quiera compensar con la obsesión de recuperar el tiempo perdido.

La única verdad es que «Big Ben» es un arcano. El primero del año. Tal vez a lo máximo a lo que puede aspirar actualmente es a volver a ser el hombre más veloz del mundo, pero no a mejorar sus prestaciones anteriores a la sanción. Acaso una vez más logre derrotar a todos excepto a... Ben Johnson. Por muchos conceptos, 1991 se nos mostrará como un «ensayo general con todo». Y ya no cabe hablar ni de «general» ni de «todo» si Johnson no figura en el reparto.

Su duelo anunciado con Carl Lewis volverá a ser una atracción que excede el mero ámbito deportivo para entrar en el de la sociología y el ecumenismo. Sevilla y Malmoe son las ciudades candidatas a proyectar un río de oro y a hacer del acontecimiento un hito en las comunicaciones por satélite. Nadie quiere -quizá por pudorconvertir el hecho en una ceremonia circense. Pero entonces sobrarían los millones de dólares en danza y toda la parafernalia publicitaria, porque la propia dinámica de la temporada unirá a ambos con un cronómetro por juez, una medalla como premio y un récord como sueño. Y quizás con un «intruso» llamado Leroy Burrell convirtiendo el «pas á deux» en un «ménage á trois».

En 1991 nos acostumbraremos enseguida a ver a Ben Johnson en las pistas. Pero nos costará habituarnos a un mundo sin el uniforme azul y blanco de la RDA. Adiós, Alemania. Hola, Alemania. El cíclope (ya de un solo ojo) recién nacido (o resucitado) hace temblar la tierra con sus pasos. Pero sufrirá problemas de acoplamiento y, probablemente, su peso no será el de la RDA y la RFA juntos. El deporte ya no será en la Nueva Gran Patria una cuestiónrazón de Estado, aunque el prestigio alcanzado obligue a las autoridades a esforzarse por mantenerlo.

La desaparición de una política sistemática de prospección de valores, la reducción de presupuestos, lacondena al paro de centenares de técnicos orientales (uno de ellos, el máximo responsable de la natación, Wolfgang Richter, ya ha encontrado asilo en España), la liberalización -en suma- de la actividad deportiva amenaza con un reajuste a la baja. En el caso del atletismo, los vientos llegados del Este lo sentirán menos porque sobre ellos cabalga el mayor número de talentos, sobre todo en el apartado femenino, que se beneficiarán de la parte del león de los medios comunes. Los problemas llegarán para muchos atletas federales que se sentirán, entre otras cosas, huérfanos de estímulos. No pocos de ellos/as perderán la internacio:nalidad y todo cuanto ello comporta.

Su primero, segundo o tercer puesto en el «ranking» del Oeste supondrá ahora el séptimo, octavo o noveno en el general. Sería el caso, por ejemplo, de Ulrike Sarvari, doble campeona europea en sala (60 y 200 metros) en Glasgow90, relegada en el nuevo orden a las cocinas. Títulos y medallas no serán, por consiguiente, el resultado de una operación artimética, aunque no le andará muy lejos. En los Campeonatos de Europa disputados en Split en agosto, último acontecimiento que izó en sus mástiles dos banderas germanas, la RDA obtuvo 34 medallas, por siete de la RFA.

Un equipo conjunto, a tres representantes por prueba y con la presencia de un solo relevo, hubiera ganado teóricamente 39 recompensas en lugar de 41. En los Juegos Olímpicos de Seúl, la suma, bajo las mismas condiciones, hubiera sido de 138 condecoraciones en vez de 142. Lo más probable es que la reunificación produzca una cierta decadencia. El tiempo, empezando por 1991, establecerá su profundidad y duración. Pero esa segunda incógnita del año supone un atractivo añadido.

Ben Johnson. La Gran Alemania. Dos recordatorios puntuales del nombre del maligno en el deporte: el doping. El atletismo, punta de lanza de la lucha contra él y receptor de las penitencias más duras y ejemplarizantes, sufre en sus carnes el azote de la evidencia y, peor aún, de la sospecha. En estos tiempos, cuesta mucho considerar la presunción de inocencia como una hipótesis de trabajo. En 1990, varios atletas de máximo rango, entre ellos los plusmarquistas mundiales de 400 metros (Harry «Butch» Reynolds) y de lanzamiento de peso (Randy Barnes), han sido anatematizados.

Los controles son cada vez más numerosos, inesperados y precisos. Pero, también más que nunca, el doping se defiende aumentando la profundidad y nocturnidad de sus vías de circulación, y la sabiduría de los brujos que lo fomentan. El año 90 empezó con una visita, acompañada de luces y taquígrafos, a las tenebrosas grutas de Leipzig, Kreischa y Kiembaum, donde se forjaba entre alambiques y redomas a los campeones orientales. Y expira con unos documentos secretos supervivientes de la hoguera y sacados a la luz por el semanario Stern, según los cuales un diablo anabolizante llamado Oral Turinabol habría cebado con testosterona a gran parte de la élite deportiva de la RDA.

Especialmente a los atletas. Asustadas, las nuevas autoridades deportivas alemanas, con Willie Daume, su máximo jerarca a la cabeza, han puesto manos a la obra para recuperar el concepto de pureza. Y antes de que concluya 1991, la Comisión Europea elaborará un completo código en el que el doping será definido como «un acto contrario a las leyes de protección de la salud y a la ética deportiva». Se tratará de una auténtica resolución política de la Comunidad. Y una invitación oficiosa pero solemne a que a ella se adhieran todos aquellos países y organizaciones que estimen que «la severidad en la lucha contra la plaga tiene que ser ejemplar y demostrativa de que el triunfo puede y debe ser perseguido sin la ayuda de procedimientos dañinos para la salud».

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