Hala, barra libre para todos.

En la tarde del día 5, aunque probablemente era la tarde del 4, me tomaba yo lo que me daba la gana en la barra de un bar de pueblo. Había escrito hacía tiempo mi carta a los Reyes Magos y no tenía cosa mejor que hacer, a la espera, e iba para largo, de la retransmisión por La 2 o por Canal Plus, según fuera el día que fuese, del partido de la jornada.

Tenía delante lo siguiente: bandejas. Bandejas de lo siguiente: mejillones de tres colores -verde, gris y naranja-, oreja en salsa, callos, rabo de toro, boquerones en aceite, patatas con ali-oli, patatas revolconas, aceitunas negras con cebolla, gambas gabardina, torreznos y quizá me esté olvidando de las lenguas de cerdo.

No estaba en el Prado ni en el Thyssen, pero estaba en un recinto cultural -ya que la comida de un pueblo es cultura- y, además, como los museos, de alto contenido plástico.

A mi espalda, unas chicas flacuchas, tres, jugando a las cartas con sus manos blancas, pequeñas y manchadas de bolígrafo. Al otro lado de la barra, las propietarias, madre e hija, absortas en la vacuidad de la ausencia de clientela. Y nadie más en el local, tan vacío en ese momento como la iglesia.

Y como en la iglesia está encendida la lámpara que recuerda la presencia del Santísimo -¿en negrita?-, allí estaba encendida la televisión. Gigantesca. Una pantalla tremenda de grande para hacer disfrutar a la clientela, como luego se vería, no con el cine, sino con el fútbol, que resucitó a todos los muertos del pueblo y los juntó en el bar.

Sin ánimo de comparar, qué doble injusticia. El Señor -¿en negrita?-, solo en la parroquia, y John Travolta, solo en el bar, descontada mi modesta presencia. Porque echaban Grease.

Esta es la clase de humillaciones a las que la televisión somete al cine: un televisor encendido proyectando una excelente película para nadie.Y eso porque el cine no ha tenido otro remedio que aceptar el oficio, por dinero, de prostituta mal pagada de la televisión.

Grease, excelente película, sí. Bastante carca, también. Recuerdo cuando se estrenó, en 1978, unas críticas horribles en España. La crítica hegemónica, por razones comprensibles, era muy ideológica, ferozmente anti-americana, contraria al espectáculo y a la diversión, partidaria de la autoría atormentada y del compromiso social a ultranza. Faltaban los matices.

Grease, vista con los ojos de hoy, es una gran película musical. Su estética, inspirada en el hipercolorismo ingenuo de los 50, ha influido muchísimo en el cine, en la música y en la moda, es el nexo que ha facilitado otros fenómenos de nostalgia, de reelaboración del pasado por el pop-rock y la posmodernidad. Una película de culto.

Voy a la reflexión sombría sobre los errores de la crítica, sobre la ceguera que provoca el tener las cosas a un milímetro de distancia y encima verlas con impertinentes anteojos ideológicos. Pero ahí no acaba la cosa.

Grease se exhibe hoy en una cadena de televisión, y no sirve para nada porque es carnaza, un solomillo más en la amplia parrilla. A diferencia de hace escasamente diez años, ninguna película exhibida por televisión tiene categoría de acontecimiento, sea Grease o Furia.

Y lo peor, los periódicos del día no mejoran el juicio del pasado ni ayudan a distinguir. Por el odio de la prensa a la televisión, las secciones de comentario de las películas de la televisión están en manos o bien de veteranos que aplican apolillados raseros de calidad barbuda o de jovencitos ignorantes que se deleitan con su agresiva y estólida impertinencia. Ninguno de ellos escribe para los lectores ni para el cine, sino para su propia y rampante complacencia.

Anteayer, nadie advertía que ¡Qué ruina de función!, de Peter Bogdanovich, en La 2, es una obra maestra de la comedia.A los mejillones de tres colores y a las lenguas de cerdo les da igual: están en su salsa.

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